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Fin de etapa

Pongo la emisora de jazz suave, esa que mientras suena te hace creer que podrías enamorarte de la primera persona que cruzara el umbral, ya fuera la vecina en pijama y zapatillas o el técnico del gas. Hay días que las palabras se rebelan y se niegan a colaborar, que por más que sepas sobre qué quieres escribir, no consigues escribirlo, aunque hayas creado el ambiente ideal para una cita romántica con las Musas: luz tenue, música delicada y el rumor del tráfico a lo lejos; no se descarta una copa de vino. Mis dedos deberían estar volando por encima de las teclas, en lugar de quedarse quietos sobre ellas mientras me ensimismo mirando fijamente la pantalla, esperando que ocurra el milagro. Sé sobre qué quiero escribir... El otro día recibí una carta. No importa si era una carta como las de siempre (esas que aún hoy escribo para algunas personas y que me sigue haciendo ilusión recibir) o un práctico pero frío email de los de ahora. Que sí, que es más relevante el contenido que el medio, pe

Un buen día

 Un día cualquiera, pongamos al azar, un viernes, a los astros les da por conspirar para beneficiarte, como cosa novedosa, y que ese día sea estupendo para ti. Y a lo mejor no son los astros porque, aunque te cueste creerlo, ellos tienen cosas mucho mejores que hacer que andar detrás de tus mierdas; la cuestión es que determinadas fuerzas se conjugan a tu favor, como lo hacen con más frecuencia de lo que estás dispuesto a reconocer, pero en un espacio de tiempo más concentrado. Concentradamente, pongamos, en un viernes. Y, a pesar de la broma inicial, cuando adelantaste el despertador para levantarte un poco antes y, como no suena, te acabas levantando un poco después, desde primera hora de la mañana todo empieza a rodar. Como al final de Atrapado en el tiempo,  cuando al pobre Bill Murray por fin le va saliendo el día redondo, después de tanto padecer. Y tras un desayuno que ya tomaste tú la precaución de que fuera mejor de lo común, te encaminas, como casi todos los viernes, a echar

Pistachos

 El mundo está lleno de cosas pequeñas, triviales y casi invisibles que pasan desapercibidas la mayoría del tiempo y para la mayoría de personas. Que no las veamos no significa que no existan. Ellas están ahí, ocupando su trocito de universo asignado, esperando que alguien, por casualidad, las mire. Esta es la historia de una cosa pequeña. He llegado a casa tarde, para variar. La jornada no ha sido memorablemente buena, pero tampoco especialmente dramática, que ya es bastante. Estándar. A según qué horas del día, el sentimiento que se impone a todos los demás es el hambre y, por encima de tus preocupaciones, tus miedos, tus anhelos y tus inquietudes, lo que quieres es morder algo y, a ser posible, que sea comestible. Ni siquiera merece la pena plantearse el debate moral sobre la procedencia de comerse unas lentejas casi a las cinco de la tarde. Me he limitado a dar gracias por mi inusitada previsión de haber dejado la comida hecha el día anterior y no tener que ponerme, encima de las h

No esperaba más

Una cosa que hace muy bien el ser humano es decepcionarse. El eterno descontento causado por la discrepancia entre lo que queríamos y lo que acabamos obteniendo es lo que nos diferencia de la mayoría de animales. Que no os engañen con eso de que es la inteligencia, que los delfines también son muy listos.Y es que el principal alimento de una buena decepción son las expectativas: el relato que construimos en nuestra cabeza de cómo debería ser algo y que tan pocas veces llega a ser fiel a la realidad. Ya nos lo contó el cuento de la lechera: mira por dónde andas, bonita, o vas a romper el cántaro y, si te pones, los dientes, que la piedra siempre se pone en el sitio más tropezable del camino. Supongo que en parte es fruto de ese otro rasgo tan humano que es la imaginación. Nos encanta ir veinte pasos por delante de lo que está ocurriendo e inventar nuestro propio cuento, conjeturar con los ochocientos escenarios posibles, fantasear con las maravillas que esperan a la vuelta de la esquina

Atasco

En ocasiones quiero escribir pero no sé. La mayoría de veces, sencillamente, soy una perezosa y no me da la gana, para que os voy a mentir, pero otras muchas quiero y no me veo capaz. Hay varios temas que tengo guardados en el cajón, esperando su oportunidad, sobre los que me gustaría plasmar* mis pensamientos (aprovechando que, total, aquí aún hace eco y no molesto a nadie), pero no encuentro las palabras o el orden adecuado de las palabras para expresar lo que pasa por mi cabeza. Si algún escritor leyera esto, coincidiría conmigo probablemente en lo fácil que parece todo dentro de tu mente y lo complicado que se hace a veces trasladarlo a un papel (o a una pantalla). Porque en tu cerebro la idea está ahí, clara como el mar un día de otoño, genial, casi palpable, pero cuando alargas la mano para agarrarla se escurre y se derrama y se esparce en un millón de moléculas que saltan aquí y allá y tú tienes que hacer el pino para intentar atraparlas y que no se escapen. Yo he venido aquí a

La voz

Puede que se nos esté olvidando su valor. Nos estamos acostumbrando al escondite detrás de la pantalla, a la comodidad de dar las explicaciones justas, a la cobardía del mundo virtual. Ya ni siquiera consigues que el albañil que tiene que venir a arreglar el pie de ducha te llame para concretar la hora o para dejarte tirado, porque te manda un mensaje, o tres o veinte. Y es que los mensajitos le han ganado el terreno a todo lo demás hasta el punto de que todo lo demás ya ni lo recordamos.  Pero un mensaje, o mil, no son una llamada, igual que una llamada no es un café, igual que un café no es un día entero juntos. Porque lo uno solo es un parche de lo siguiente y el paso en el que decidas quedarte define, muchas veces, la relación que tienes con la otra persona. Porque cuando una persona te gusta, y no hablo necesariamente de romanticismo, siempre te apetece un poco más. Que sí, que vale, que los mensajitos están bien, que tienes que asumir el siglo en el que vives, aunque sigas mandan

El **** horario de invierno

  *Entrada auto-robada de otro blog de cuando yo era un joven limón, pero que viene muy al caso. 2014, ojocuidao. No ha llovido nada... "Y recuerden, a las 3 serán las 2." Así imagino yo que empezará el Apocalipsis. Con esas palabras dichas por un presentador de informativos que te habla muy despacio, como si fueras idiota. Que puede que lo seas, porque siempre te acabas liando, pero eso no es culpa tuya. La culpa la tiene esa maldita costumbre de, justo cuando acabas de adaptarte a ese horario que pusieron hace tan sólo seis meses, te lo vuelvan a cambiar. La culpa de todos los males del universo la tiene el horario de invierno.  Hala, ya lo he dicho. Da igual que cada año nos lo expliquen.  Es que así se ahorra luz.   Todos lo hemos pensado: vamos a ver, señores, ¿no se dan cuenta de que la luz que te ahorras desayunando de día a las ocho la tienes que encender merendando de noche a las cinco de la tarde? Si en España nos acostáramos temprano, todavía, pero aquí siempre hem