Pistachos

 El mundo está lleno de cosas pequeñas, triviales y casi invisibles que pasan desapercibidas la mayoría del tiempo y para la mayoría de personas. Que no las veamos no significa que no existan. Ellas están ahí, ocupando su trocito de universo asignado, esperando que alguien, por casualidad, las mire.

Esta es la historia de una cosa pequeña.


He llegado a casa tarde, para variar. La jornada no ha sido memorablemente buena, pero tampoco especialmente dramática, que ya es bastante. Estándar. A según qué horas del día, el sentimiento que se impone a todos los demás es el hambre y, por encima de tus preocupaciones, tus miedos, tus anhelos y tus inquietudes, lo que quieres es morder algo y, a ser posible, que sea comestible. Ni siquiera merece la pena plantearse el debate moral sobre la procedencia de comerse unas lentejas casi a las cinco de la tarde. Me he limitado a dar gracias por mi inusitada previsión de haber dejado la comida hecha el día anterior y no tener que ponerme, encima de las horas y el cansancio, a ver qué me inventaba para no morir de inanición. Mientras colocaba la olla en el fuego para poner las lentejas a una temperatura óptima para el consumo, he rebuscado en un armario algo con lo que entretener mi voracidad durante esos interminables dos o tres minutos, antes de empezar a pegarle bocados al mármol de la encimera. He tanteado, con alegría, una bolsa a medias de pistachos, capricho de rica que me proporciono a veces, a pesar de que pronto costará más que el alquiler.

Metiendo en la bolsa una mano distraída mientras con la otra daba vueltas a las ferrosas legumbres, iba sacando pistachos y engulléndolos después de quitarles la cáscara y amontonar estas en una montañita de escombros de fruto seco que iba creciendo a un ritmo directamente proporcional al que disminuía mi ansiedad.

Y entonces lo he visto.

Con uno de los movimientos automáticos de mi mano izquierda he sacado otro pistacho, aunque vacío. Su cáscara estaba abierta pero carente de contenido. "Y así con todo en la vida", suelo bromear conmigo misma cuando me pasa esto. Toda una bolsa llena de pistachos y voy y saco el vacío (para ser justos, esta vez la estadística era ampliamente favorable a los pistachos que estaban llenos y ya me había comido; lo que nos gusta el drama). Pero, y aquí está el detalle, trivial, insignificante, casi invisible y, sin embargo, maravilloso, encajada en esa cáscara de pistacho abierta y vacía, como el beso de dos comecocos, había otra cáscara de pistacho, también abierta, también vacía. Las he sacado las dos al mismo tiempo, abrazadas como estaban, y me he quedado mirándolas un momento.

Y me ha parecido hermoso, ya ves tú qué tontería. Que en una bolsa repleta de pistachos enteros, con su acostumbrado fruto escudado por su acostumbrada cáscara, en ese mar de pistachos ortodoxos y como Dios manda, se hubieran encontrado esos otros dos pistachos huecos y se hubieran ceñido uno alrededor del otro de tal forma que, a pesar de las idas y venidas de la bolsa, habían conseguido salir de nuevo al vasto y basto mundo sin separarse.

Los he contemplado ensimismada y absurdamente sonriente hasta que el contenido de la olla ha empezado a protestar por mi falta de atención. He dejado los pistachos enlazados sobre la encimera, junto a la colina de cáscaras ahora ya también vacías de los demás, pero un poco separados. Y, mientras apartaba las humeantes lentejas del fuego y mis tripas rugían quejándose por mis ridículas ensoñaciones, he pensado que si esos dos pistachos atípicos, peculiares, distintos al resto, habían logrado toparse, reconocerse y hermanarse, unirse en un abrazo inquebrantable, entonces, puede ser que no todo esté perdido.

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