Fin de etapa

Pongo la emisora de jazz suave, esa que mientras suena te hace creer que podrías enamorarte de la primera persona que cruzara el umbral, ya fuera la vecina en pijama y zapatillas o el técnico del gas. Hay días que las palabras se rebelan y se niegan a colaborar, que por más que sepas sobre qué quieres escribir, no consigues escribirlo, aunque hayas creado el ambiente ideal para una cita romántica con las Musas: luz tenue, música delicada y el rumor del tráfico a lo lejos; no se descarta una copa de vino. Mis dedos deberían estar volando por encima de las teclas, en lugar de quedarse quietos sobre ellas mientras me ensimismo mirando fijamente la pantalla, esperando que ocurra el milagro.

Sé sobre qué quiero escribir...


El otro día recibí una carta. No importa si era una carta como las de siempre (esas que aún hoy escribo para algunas personas y que me sigue haciendo ilusión recibir) o un práctico pero frío email de los de ahora. Que sí, que es más relevante el contenido que el medio, pero que qué bonito sigue siendo encontrar un sobre en el buzón. No importa de quién era o sobre qué trataba. No eran grandes noticias aunque tampoco contenía ninguna novedad trágica. Ni siquiera se trataba de una novedad, en realidad. Me limité a leerla y sonreír melancólicamente, como le acabas sonriendo en la vida a casi todo. Las cosas a veces no salen como uno quiere, eso es todo, no hay que morirse por ello. Pero recordé cuando hace algunos años recibí una carta similar y, sin embargo, sí fue una desdicha entonces. Porque las cosas no habían salido como quería y la sensación de fracaso, de fraude y de impostura se abalanzaron sobre mí y me ahogaron con la terrible certeza de que siempre vería el mundo de aquella manera. Que nos gusta más un drama que a un tonto un lápiz... Y al acordarme de aquello, sonreí esta vez un poquito más, porque me di cuenta de que ya no suponía un problema para mí, a pesar de la tristeza que me había ocasionado en otros tiempos.

Ese mismo día, más tarde, navegando por las inmensas aguas del internet, me acabé topando de medio casualidad (de esto que vas pero finges que no estás yendo) con una publicación que, también en otros tiempos, y estos no tan lejanos, me habría sentado como una patada en la rabadilla y poco menos que me habría dado la tarde, la noche y, si me hubiera puesto, la semana. Y, sin embargo, me dio por reír. Donde antes me había sentido pequeña y miserable (que es muy palabra de dramatizar), hoy una sonrisa cínica y una leve y agradable superioridad me invadían. Esa confortable sensación de asumir lo que no había llegado a ser pero tener plena conciencia de lo que sí soy, que tiene sus muchas otras ventajas. 

En ese momento, uniendo esos dos pequeños hechos, junto a un tercero que no voy a contar porque no hemos venido aquí a hablar de mí, me di cuenta de que, con toda probabilidad, había cerrado y superado una etapa de mi vida. Así, sin prácticamente darme cuenta. Y eso dejaba un espacio magnífico para llenarla con cosas nuevas, como una habitación llena de trastos después de una limpieza general. En el fondo, las cosas en sí no habían cambiado, sino sólo mi forma de verlas. Y es que, tirando de lugar común, al final casi todo es cuestión de perspectiva; la perspectiva es una cuestión de distancias y una de las distancias más significativa es la distancia temporal. A veces necesitas que pase el tiempo (y los acontecimientos que ese tiempo contiene) para ver algo de la manera adecuada. Los siempres y los jamases son palabras demasiado absolutas como para significar algo de verdad. Hay que tener paciencia para permitir que las experiencias que vamos viviendo nos hagan entender las que hemos vivido, porque algunas cosas, si las miras muy de cerca, no las ves bien. Y puede que donde hoy lloras, mañana reirás.


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