El **** horario de invierno

 

*Entrada auto-robada de otro blog de cuando yo era un joven limón, pero que viene muy al caso. 2014, ojocuidao. No ha llovido nada...

"Y recuerden, a las 3 serán las 2."
Así imagino yo que empezará el Apocalipsis. Con esas palabras dichas por un presentador de informativos que te habla muy despacio, como si fueras idiota. Que puede que lo seas, porque siempre te acabas liando, pero eso no es culpa tuya. La culpa la tiene esa maldita costumbre de, justo cuando acabas de adaptarte a ese horario que pusieron hace tan sólo seis meses, te lo vuelvan a cambiar.

La culpa de todos los males del universo la tiene el horario de invierno. Hala, ya lo he dicho.

Da igual que cada año nos lo expliquen. Es que así se ahorra luz. Todos lo hemos pensado: vamos a ver, señores, ¿no se dan cuenta de que la luz que te ahorras desayunando de día a las ocho la tienes que encender merendando de noche a las cinco de la tarde? Si en España nos acostáramos temprano, todavía, pero aquí siempre hemos sido nocturnos. Y si a la nocturnidad le echas ahora otras dos horas pues hagan cuentas.

Por ahí circulan teorías de que las realmente beneficiadas con el cambio de hora son las grandes empresas. Que tú, mientras subes la persiana de tu Carnicería Paqui a las 9 de la mañana con un sol de narices piensas que qué bien que las grandes empresas ahorren, total, lo tuyo de quejarte de la hipoteca y la crisis es postureo más que nada. Por moda. Qué más te da a ti si la factura de la luz te sube otro poco, llegas a fin de mes con bastante holgura.

Encima nos lo intentan colar como de buen rollo. ¡Eh, dormimos una hora más! Es una trampa, sólo quieren tenerte contento para distraerte de lo importante: el horario de invierno es una gran mierda. Además, un domingo de 25 horas lo único que hace es alargar la agonía de pensar en el lunes sesenta minutazos más. 

A partir de ese momento las tardes de invierno se hacen laaargas, largas. Eternas. En un determinado momento, después de horas y horas de oscuridad te dices "Mejor me hago algo de cena y me acuesto". Entonces miras el reloj. 18:36. Te dan ganas de tirarte al suelo de rodillas con los puños en alto y gritar "¡¡¡NOOOO!!!". ¿Y ahora qué coño haces en tu casa hasta la hora de la cena? Porque a la calle no vas a salir, ¡es de noche, debe hacer frío! ¡Aterradoras criaturas acechando en las sombras! Es en estos duros momentos cuando retomas una relación que, a la larga, se convierte en la mejor que tienes con nadie en todo el año: tu amistad con derecho a roce con el sofá. Ahí está, todo para ti, mirándote como diciendo "Sabes que no tienes nada que hacer en las próximas cinco o seis horas..." Esa relación te va transformando, sutilmente, sin que tú lo notes. Tu sofá es como un dementor que poco a poco va absorbiéndote la vida. Así ocurre que a las diez menos algo te llaman para salir y tú, que eras una persona joven, activa, llena de vitalidad, le acaricias con dulzura el lomo a tu sofá y contestas: "No me apetece, la verdad" y como tus amigos te insisten, porque al parecer son unos tipos desarraigados, sin casa en la que estar ni sofá en que vivir, acabas por soltarles LA FRASE: "Que no, en serio, que ya me he puesto el pijama". Nada más que añadir, señoría. Tus amigos cuelgan derrotados. Porque todas las personas del planeta Tierra saben que, una vez puesto un pijama, es total y absolutamente imposible quitárselo antes del siguiente amanecer. IMPOSIBLE. Que, en caso extremo de salida imprevista o inevitable (para recoger a un amigo borracho y que no conduzca, o recoger a una amiga, borracha, que lo ha dejado con el novio, o recoger a tu hijo adolescente, borracho y, muy probablemente, drogado) todo lo más te pones una chaqueta de chándal encima y te montas en el coche en zapatillas.

Ni siquiera funcionan bien los planes de "mantita y peli" porque las pelis, si son de las que ponen en televisión, empiezan a las 10 de la noche** y acaban, como muy pronto a las 12 y pico. Tú a las diez y veinte ya empiezas a mochuelear hecho una larva en tu manta suave y muy duro serás si a las once y cinco no has pegado algún ronquido y despertado a los vecinos, que también llevan un rato sobando en sus respectivos sofases. Y si ése es el ánimo para ver una simple película, del sexo salvaje (o domesticado) ya ni hablamos. Quita, quita, qué pereza. Vamos a dormir. Y pásame esos calcetines gordos de lana.

Nada va bien con el cambio de hora. Por la mañana llegas al trabajo inflado a dormir y muerto de sueño (el cuerpo humano misteriosamente funciona así) y ni siquiera puedes hablar con tus compañeros del final de la película de anoche porque todos os quedasteis fritos a mitad u os dormisteis y despertasteis a intervalos irregulares y no entendisteis nada. Quizá podéis contaros qué parte vio cada uno e intentar reconstruir la historia.

Supongo que por mucho que nos quejemos, al final sólo nos queda resignarnos (esto es como muy español, ¿eh?), así que intentemos acostumbrarnos. Aunque una cosa os digo: ya veréis como cuando consigamos adaptarnos nos la cambian otra vez.


**¿Os acordáis de cuando las películas empezaban a la hora que decidía la tele y no la que nos salía del moño a nosotros con los contenidos a la carta?

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