Vienna y la piedra de tropezar

 Vienna lleva diez años cayendo en la misma trampa y eso que no es nada tonta, en general. Es cierto que a las pocas semanas de llegar a casa, cuando la observé saltar desde mi cama hasta la ventana, cerrada, rebotar contra el cristal y caer dentro de la papelera que había debajo, pensé que a lo mejor no habíamos adoptado al Einstein de los gatos, pero durante esta década ha demostrado un grado de genio e inteligencia superior al de mucha gente que conozco. Hasta en las maldades se le conoce cierta idea que me hace cuestionarme profundamente eso de que sea un “ser irracional”. ¿Y dónde se ha visto un bicho que rezongue cuando le regañas, herido en su orgullo? Sin embargo, Vienna lleva diez años (casi once) tropezando con la misma piedra.

A veces, cuando está ejerciendo esa maravillosa potestad felina de desaparecer de la faz de la Tierra cuando le sale de los bigotes y se hace preciso encontrarla (para cerrar una ventana, para evitar que se escape cuando viene el mensajero, para asegurarte, en fin, de que sigues teniendo gato y está vivo en alguna parte), procedes como en cualquier negociación con humanos: primero lo intentas por las buenas, razonando y dialogando (llamándola amablemente) y, finalmente, acabas utilizando el soborno. Y, ¡oh, magia!, antes de que hayas terminado de abrir el paquete de jamón york, ya la tienes ronroneando y rozándose contra tus piernas. Et voilà, gato cazado. Una vez más. Diez largos años después.


Esta noche, mientras observaba cómo casi arrancaba el dedo que sostenía la loncha de jamón york de pura ansiedad golosa, me preguntaba cómo podía seguir funcionando el truco después de tantísimo tiempo y cómo mi gata, cuya inteligencia tengo en elevada consideración, podía seguir cayendo en él. Entonces he pensado que las personas, empezando por mí, no somos tan diferentes.


Porque seguimos escribiéndole a esa persona, a pesar de saber que no nos va a contestar, o lo va a hacer de forma escueta, fría o decepcionante. Porque seguimos proponiéndole planes a ese amigo, aunque sabemos que al final nunca se va a unir. Porque seguimos intentando crear un vínculo con alguien, aunque es evidente que el otro no tiene el menor interés en crearlo [contigo]. Seguimos poniéndonos esos pantalones que sabemos que nos aprietan y cenando atún, aunque nos sienta fatal, y poniendo esa canción, aunque tenemos claro que nos va a hundir en la miseria. Seguimos esperando que nuestro jefe se haya vuelto eficiente de la noche a la mañana. Seguimos teniendo detalles bonitos, aunque nos harán arrepentirnos. Porque, por más que la evidencia nos diga que no, nos seguimos empeñamos en que puede que esta vez sí. Y que será la última.


He mirado a Vienna, casi atragantándose de puro gusto, mientras yo cerraba la puerta tras la cual había conseguido que se quedara con mis malas artes y he pensado en mí. Al menos ella sabe ronronear.

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