Sobre nada y la lluvia
Huele a lluvia. Hace rato fue un fastidio, porque las enormes gotas que caían locas en horizontal impulsadas por un viento de ventisca me obligaron a cerrar las ventanas, esto es, a quedarme sin la agradable corriente que danzaba después de un bochornoso día de verano, esto es, a asfixiarme boqueando como un pez fuera del agua. Sin embargo, la lluvia se fue pero dejó su aroma flotando, y pude volver a abrir las ventanas para dejarlo pasar, empujado por ese mismo viento alborotado que antes me había hecho cerrarlas. Y hoy me apetece escribir en primera persona. Caprichos de la narrativa narcisista.
El edificio está absolutamente tranquilo, lo cual es sorprendente porque la más normal de la finca prácticamente soy yo, así que imaginad el panorama. Hoy no hay sesión non-stop de bachata y rancheras con risas estridentes, ni jóvenes cantando repetidas veces el cumpleaños feliz con ruido de cascos de litros de cerveza de fondo, ni el descerebrado pegando alaridos mientras toca la guitarra, ni aquél que durante la cuarentena, puntualmente, salía a aplaudir al rellano a las doce y media de la noche. Ni siquiera sube el olor a marihuana que en las últimas semanas ha pasado a formar parte de las noches de ventana abierta. Solo huele a lluvia y se oye de lejos la conversación de unos vecinos en la terraza de enfrente, un rumorcillo agradable que hace el silencio general menos solitario. También suenan los acordes y la voz del músico que nació para sonar en estas noches. Tengo el altavoz cerca y lo tengo puesto flojito para no molestar (porque yo soy todo lo cívica que no son la panda de mamones que me rodea) y para que parezca que sólo me canta a mí. Y para que parezca que no se fue hace años para no volver jamás.
De vez en cuando un coche viene a interrumpir este clima onírico al pasar calle abajo. Afortunadamente, ninguno con diabólico reggaeton invocando lo peor que hay en mí, ni el que busca aparcamiento con Nothing Else Matters en bucle (porque la canción no dura tantas vueltas a la misma manzana). Pasan y se van y siguen su camino, cualquiera que este sea. Y otra vez la calma.
Una ráfaga de aire me alborota los rizos sin peinar y cada vez más cortos. Ningún mechón tiene un sitio asignado, así que acomódense de forma aleatoria a gusto de los vientos. La llama de las velas también tiembla. Soy tan paranoica que antes de irme a dormir prácticamente las meteré en un barreño con agua para asegurarme de que no voy a prenderle fuego a la ciudad, pero quién puede resistirse a ese ambiente brujo que crean. Se para el aire y hace calor. El pijama de verano, que consta de cada vez menos prendas conforme aumenta la temperatura ambiente, quedará reducido al mínimo de su existencia esta noche. A la inexistencia.
Wanna dance?, pregunta él en la canción que suena.
Antes de irme a dormir pensaré en muchas cosas, porque llevo pensando en ellas todo el día, y todos los últimos días. Con esa fijeza con la que se te clavan algunos pensamientos y que te llevan a dar vueltas sin parar a su alrededor. Sería más fácil darle al interruptor de apagar y simplemente existir por un rato, pero no sé si sé. Ojalá. Los acordes suenan tan tenues que no estoy segura de si los estoy imaginando, aunque algo tan bonito sólo puede ser de verdad. ¿Serán las cosas tan difíciles como parecen, como las hacen, como las hago yo? ¿O todo es mucho más simple, como esos dos acordes que se repiten consiguiendo un efecto maravilloso?
Ahí llega la Harley de la medianoche, puntual entre las once y media y las doce de la noche. Por un momento, parece que vuelve a tronar. Y el gato en celo que pasea entre los coches gritando sus lamentos de amor, antes de enzarzarse en un duelo con otro felino callejero. Todos tenemos problemas, amigo. Espero que hoy no le arañen demasiado.
Mañana hay que madrugar y empieza a ser hora de partir en busca del sueño, que ya verá si se resiste más o menos. Y es que quién se resiste a una silenciosa noche de verano. Ahora truena otra vez de verdad. El rock del cielo comienza su concierto nocturno y yo estoy en primera fila.
Sólo un ratito más... Para pensar, para sacar conclusiones. Para sentir.
Oh, vaya: huele a marihuana.
El edificio está absolutamente tranquilo, lo cual es sorprendente porque la más normal de la finca prácticamente soy yo, así que imaginad el panorama. Hoy no hay sesión non-stop de bachata y rancheras con risas estridentes, ni jóvenes cantando repetidas veces el cumpleaños feliz con ruido de cascos de litros de cerveza de fondo, ni el descerebrado pegando alaridos mientras toca la guitarra, ni aquél que durante la cuarentena, puntualmente, salía a aplaudir al rellano a las doce y media de la noche. Ni siquiera sube el olor a marihuana que en las últimas semanas ha pasado a formar parte de las noches de ventana abierta. Solo huele a lluvia y se oye de lejos la conversación de unos vecinos en la terraza de enfrente, un rumorcillo agradable que hace el silencio general menos solitario. También suenan los acordes y la voz del músico que nació para sonar en estas noches. Tengo el altavoz cerca y lo tengo puesto flojito para no molestar (porque yo soy todo lo cívica que no son la panda de mamones que me rodea) y para que parezca que sólo me canta a mí. Y para que parezca que no se fue hace años para no volver jamás.
De vez en cuando un coche viene a interrumpir este clima onírico al pasar calle abajo. Afortunadamente, ninguno con diabólico reggaeton invocando lo peor que hay en mí, ni el que busca aparcamiento con Nothing Else Matters en bucle (porque la canción no dura tantas vueltas a la misma manzana). Pasan y se van y siguen su camino, cualquiera que este sea. Y otra vez la calma.
Una ráfaga de aire me alborota los rizos sin peinar y cada vez más cortos. Ningún mechón tiene un sitio asignado, así que acomódense de forma aleatoria a gusto de los vientos. La llama de las velas también tiembla. Soy tan paranoica que antes de irme a dormir prácticamente las meteré en un barreño con agua para asegurarme de que no voy a prenderle fuego a la ciudad, pero quién puede resistirse a ese ambiente brujo que crean. Se para el aire y hace calor. El pijama de verano, que consta de cada vez menos prendas conforme aumenta la temperatura ambiente, quedará reducido al mínimo de su existencia esta noche. A la inexistencia.
Wanna dance?, pregunta él en la canción que suena.
Antes de irme a dormir pensaré en muchas cosas, porque llevo pensando en ellas todo el día, y todos los últimos días. Con esa fijeza con la que se te clavan algunos pensamientos y que te llevan a dar vueltas sin parar a su alrededor. Sería más fácil darle al interruptor de apagar y simplemente existir por un rato, pero no sé si sé. Ojalá. Los acordes suenan tan tenues que no estoy segura de si los estoy imaginando, aunque algo tan bonito sólo puede ser de verdad. ¿Serán las cosas tan difíciles como parecen, como las hacen, como las hago yo? ¿O todo es mucho más simple, como esos dos acordes que se repiten consiguiendo un efecto maravilloso?
Ahí llega la Harley de la medianoche, puntual entre las once y media y las doce de la noche. Por un momento, parece que vuelve a tronar. Y el gato en celo que pasea entre los coches gritando sus lamentos de amor, antes de enzarzarse en un duelo con otro felino callejero. Todos tenemos problemas, amigo. Espero que hoy no le arañen demasiado.
Mañana hay que madrugar y empieza a ser hora de partir en busca del sueño, que ya verá si se resiste más o menos. Y es que quién se resiste a una silenciosa noche de verano. Ahora truena otra vez de verdad. El rock del cielo comienza su concierto nocturno y yo estoy en primera fila.
Sólo un ratito más... Para pensar, para sacar conclusiones. Para sentir.
Oh, vaya: huele a marihuana.
Mi vecino de en frente se dedica al cultivo y el gato llora porque es un bebé. El último paralelismo es que la Harley me despierta a las 7 am.
ResponderEliminarEscribes muy bonito 😘.
Igual el de la Harley hace ruta circular...
EliminarAins... Gracias, una vez más ^^